En mi propio camino de búsqueda, en ese intento de darle sentido a la vida y entender esas preguntas existenciales que a veces nos desvelan, descubrí algo fundamental: antes de ir hacia lo más profundo o lo transpersonal, es necesario contar con un ego sano y bien enraizado. Solo así podemos enfrentar las dificultades sin tener que huir de lo que sentimos.

Con el tiempo comprendí que uno de los mayores riesgos del camino espiritual es precisamente intentar escapar de los aspectos no resueltos de nuestra personalidad. Pero construir una individualidad auténtica requiere algo muy distinto: implica mirarnos con honestidad, reconocer nuestras heridas, trabajar sobre ellas y, poco a poco, ir trascendiendo esos patrones inconscientes que nos limitan. Y eso, de algún modo, es lo que significa estar verdaderamente enraizados en la tierra.

Se trata de habitar nuestro cuerpo, de conocer y transformar nuestras pautas psicológicas, de reconciliarnos con nuestra forma de ser auténtica. Solo así podemos ir aflojando esa coraza que a veces nos impide sentir, y abrirnos a la vida, a las relaciones, y a todo lo que el día a día nos trae. Permitir que nuestro corazón se conmueva, sin miedo.

Fue a partir de estas reflexiones que me acerqué a la bioenergética. Allí encontré una herramienta poderosa para conocerse de verdad. Una vía que nos invita a mirar el pasado no para quedarnos atrapados en él, sino para dar pasos firmes desde el presente. Porque cuando fortalecemos nuestras raíces, damos espacio a la expansión. Y combinando el trabajo corporal y mental, podemos no solo resolver bloqueos emocionales, sino también reconectar con nuestro potencial para el placer, la alegría y las ganas de vivir plenamente.